¿Por qué repetir cada año, si siempre es lo mismo?, me preguntó hace unos días un médico, durante una consulta en el Miguel Servet. Me quedé mirándole; el tranvía cruzaba la calle desde la distancia de su ventana, y la gente seguía por las aceras, con su rutina, como si ellos tampoco comprendieran del todo las razones de su compromiso diario. La verdad es que el médico me había cogido con el pie cambiado. Tenía razón. Me tomé unos segundos para pensar. Por qué participar de la Semana Santa otra vez, otro año más. Por qué sacar el tambor, la túnica y el resto de certezas que describen la historia, año tras año. La verdad era que no tenía una respuesta comodín, o algo que sirviera de, más o menos, razón colectiva. Tampoco mis razones estaban claras. No pertenezco a ninguna cofradía, toco poco el tambor y suficientemente mal… no sé muy bien qué me mueve. El médico siguió hablando y eso me dio pie a pensar. Y unos segundos después, por un momento, me vino una de esas chispas de raciocinio que en ocasiones nos hacen teorizar con que alguna neurona queda… y caí en la cuenta. A lo mejor me equivocaba. Lo más probable era que, en mi intento de imaginar un motivo para describir la historia, me estaba olvidando de la propia historia. Vamos, que la cosa era más sencilla de lo que parecía. Porque la historia en si va de un cineasta que nos describe, de unas cofradías que nos visten, de un color y unos toques que nos unen… Quién necesita en verdad un único por qué. Religión, tradición, fiesta, dinero, sexo, trascendencia, misterio, luz, reencuentro, sangre, ruido, lágrimas, cubatas, fotos…
