Siempre que los antropólogos revisan la tradición de un pueblo suelen ser muy cautos en sus investigaciones. No pueden dar por bueno aquello que no tenga una pervivencia de más de treinta años y no cuenten con el arraigo popular. Las modas que van y vienen, los caprichos y veleidades, así como las copias de otros lugares, no encajan en los conceptos de la tradición.
La costumbre se sustenta en el poso que dejan los años, en la cimentación, en la transmisión de la herencia generacional, en la perduración de las gentes que lo protagonizan.

No siempre el ritual está a salvo. Hay a veces circunstancias adversas que hacen peligrar el devenir de la tradición. En nuestro caso, la guerra y la triste posguerra, así como la brutal emigración de los años cincuenta, casi dieron al traste con la celebración de los redobles de tambores y bombos. Pero aún teniendo todo en contra, siempre hubo una llama, un compromiso, pequeñas cuadrillas, varias familias, gente comprometida amantes del tambor y a pesar de las adversidades todas estas personas salvaron la tradición.
Tenemos testimonio de que mosén Vicente terminada la guerra en el año 1939, salió con su vieja túnica morada y el tambor y en solitario rompió la hora en la puerta de la iglesia. Al rato se le unió un grupo de personas con el tercerol tapándoles la cabeza. Aquello fue un momento histórico porque nunca se perdió el hilo conductor de la tradición. Y lo que algunos no saben es que aquel grupo anónimo de tamborileros que acompañó a mosén Vicente fueron todo mujeres.
Echando la vista atrás recuerdo muy bien como de chico, estoy hablando de hace setenta años, preparábamos la Semana Santa. Que era muy sencilla, austera y familiar.
En la Parroquia los altares eran tapados con tapices morados; desde Párvulos nos llevaban al Calvario para rezar el Viacrucis, los ensayos los hacíamos en el granero de casa. A mi hermano y a mí nos preparaba el tambor el tío Benito Herrero, amigo de mi padre, que apretaba las cuerdas y tensaba la bordonera mientras lo observábamos admirados. Con un redoble de cuatro golpes de palillos lo dejaba afinado y listo para tocar.

Era un tiempo fascinante, que todos los chicos vivíamos con ansiedad y nerviosismo. En la escuela sólo se hablaba de putuntunes, de procesiones y de romper la hora. Envidia teníamos de los amigos que mejor tocaban, y era tal la afición que hacíamos muñecas con dos cañas para no reventar el tambor.
Debía tener unos nueve años cuando por fin me dieron permiso para salir por la noche. Aquello fue un extraordinario en mi vida. Todo un privilegio. Salí bien abrigado con mi tambor. El experimento fue un fracaso. Sobre las doce de la noche, cuando iba a salir la procesión del Víacrucis, avisaron a mi padre que su chico estaba sentado, dormido en el banco de la plaza de la iglesia abrazado al tambor.
Muchas veces me lo recordaron mis padres cuando había que rebajarme los humos…
Pero recuerdo muy bien que en nuestra casa, sita en la actual Plaza de San Miguel, había en los alrededores un ambiente especial tamborilero. Junto a nuestro domicilio tenía la vivienda y regentaba una tienda de ultramarinos, Lorenzo Martinez, el Valenciano, uno de los mejores tamborileros que ha habido en Calanda. Practicaba en el corral y muchas veces al verlo creíamos que se dormía tocando el tambor pues solamente hacía un ligerísimo movimiento de muñecas. Y así permanecía más de una hora.
Pero conocí mejor al confitero Antonio Herrero, el Antonico. Tenía su casa a cincuenta metros de la nuestra en la misma acera. Solamente de verle la pose, el estilo, su cabeza ladeada y la finura con que cogía los palillos sabías que estabas ante un virtuoso de la percusión. Fue un mito, dejó huella porque trabajó incansablemente por la Semana Santa. Creó con mosén Vicente y otros tamborileros la marcha palillera, rezó la oración del final de los redobles durante muchos años y cantó el pregón de la procesión. Además enseñó a tocar el tambor a la Cofradía de las Siete Palabras de Zaragoza. Dice la leyenda que cuando hizo el servicio militar en Zaragoza estuvo redoblando en el desfile del Corpus durante siete horas ininterrumpidamente.
El Antonico era de la familia de los Herrero, conocido como los Damianes donde todos han sido y siguen siendo pilares básicos de la Semana Santa.
Otro Damián, fue Paco Herrero, que también vivía frente a nuestra casa. Un derroche de ilusión, sentía el ritual con una pasión indescriptible, igual le daba tocar el tambor que el bombo, y lo hacía con un sentimiento digno de admiración. Siempre recordaré la última vez que tocó el tambor, un Sábado Santo al final, diluviando, y achapinado rehusó resguardarse en los porches porque quiso terminar en la plaza, como siempre lo había hecho.
Estábamos rodeados de excelentes tamborileros y era una gozada oír sus redobles en la cercanía de la Semana Santa. Rivalizaban los tres, el Valenciano, el Antonico y Paco Herrero y escucharlos era como asistir a un concierto lleno de toques, redobles y repiquetes, interpretados con gran maestría por aquellos recordados percusionistas.
De adolescente conocí también a otros personajes imprescindibles que tanto nos motivaron, y que fueron ejemplos perseverantes de la tradición. Con mucho cariño recuerdo a Andrés Aznar, el tío Andrés. Un adelantado de su época. En los años sesenta ya trataba de contactar con cuadrillas de tamborileros del Bajo Aragón para conocer los toques de otros sitos. Quería ir hasta Hellín y Baena para ver sus tamboradas y que ellos nos conocieran. Su idea de intercambiar relaciones con otras culturas tamborileras y la famosa escuela de tambor que creó, fue reconocida en La Puebla de Hijar, donde recibió el primer Tambor Noble de la Ruta.
No puedo olvidar a otro maestro, Isidro Escuín, el Rabalera. Una vez le preguntó un periodista que sentía tocando el tambor, y él, un hombre del campo, profundamente religioso, pequeño de estatura pero enérgico, respondió: Siento una alegría amarga. Y así fue el titular del reportaje. Isidro dejó para la posteridad el toque del rabalera, uno de los toques que creó incorporado a los sones de Semana Santa.
Y tantos otros, como Miguel Luengo, el blanco, Tomás Gascón, el celebra artesano que construyó miles de tambores y bombos, galardonado en 1995 con el Tambor Noble de la Ruta.

Pero la tradición la mantienen muchas personas, hombres y mujeres de Calanda, trabajadores incansables para que el espíritu persevere en la forma en que la hemos heredado de nuestros antepasados. Son muchas las personas que ayudan, colaboran y participan y enumerarlas podría cometer el error de olvidarme de alguna de ellas, pero a todas se les debe un reconocimiento de agradecimiento por su labor, muchas veces calladas y anónima. Gracias a todas estas personas la tradición permanece viva y robustecida.
Cuando pasen los años, veinte o cincuenta, y la evolución de nuestra Semana Santa merezca el estudio de historiadores, tendrán que dedicar un capitulo muy amplio, a la Cofradía de Jesús Nazareno, mi cofradía. Tendrán que reconocer toda la labor que ha desarrollado a lo largo de los años esta Hermandad en pro de la Semana Santa de Calanda, su élite tamborilera, la escuela del tambor con decenas de niños y niñas aprendiendo cada año la esencia del tocar. Igualmente la disponibilidad que siempre ha tenido la Cofradía para la difusión en todo el mundo de nuestra cultura, llevando los redobles de tambores y bombos a los foros e instituciones internacionales, acompañando muchas veces la figura emblemática de Luis Buñuel, otro mítico tamborilero.
Termino esta colaboración nombrando muy brevemente a los dos últimos Hermanos Mayores de la Cofradía, el fallecido Ángel Milián, el Angelico que fue adalid de la tradición, y al entrañable compañero y actual presidente, Juan Herrero Quitarte, último Tambor Noble de la Ruta del Tambor y del Bombo entregado en 2014 en su pueblo natal.
Paco Navarro
Hermano de la Cofradía de Jesús Nazareno
