De Calanda a Japón hay muchos Kilómetros. Tantos como diferencias. Entre los humanos japoneses y los humanos calandinos hay algo más que físicos rasgos que permiten pensar que nuestra genética confirma nuestras latitudes. También está aquello que fuimos en otro tiempo, mucho más que aquello que seremos, sobre todo si pensamos en el tipo de futuro unificador que se cierne sobre nuestro tiempo. No lo imagino incierto, no, sólo global; tan integrador puede llegar a ser que difuminará los matices, hasta el punto de que el eufemismo pueda representar cualquier certeza. O eso creo, vamos. Y para muestra, un botón. Prueba de ese compromiso globalizador, son las actuales Exposiciones Universales.

Siempre me ha parecido que las Exposiciones Universales son como un inmenso cesto de mimbre que todo lo abarca y todo lo pierde. Un gran continente teñido con un potente tema-eslogan, financiación y capacidad de convencimiento, sobre todo para la gente, que son los que con el tiempo tendrán que quedarse (apañarse) con el cesto, vacío ya de todo. Las Expos nacieron en la segunda mitad del siglo XIX como un intento de comunicación social de los logros imperialistas, que podía abarcar desde los avances industriales, la cultura y las artes, hasta los caracteres etnográficos propios de las culturas dominadas por parte de esas potencias imperiales. Con las décadas fueron transformándose, aclimatando los conceptos hasta llegar a lo que ahora mismo son: una simple marca-nación que se adueña hasta de las ideas mismas.

Tambores de Calanda en Expo Aichi Japón
Tambores de Calanda en Expo Aichi Japón

¿Pero qué hay de la argamasa? Sí, la argamasa. Esa materia que da fuerza al convencimiento, la ilusión, la trascendencia de estas mega manifestaciones. Qué hay de esa caterva dispar de la que están hechas las latitudes. Hablo de la gente que se implica.

Bla bla bla. Podía ser sólo eso: un bla bla bla la mar de rentable. Gente que hace cosas, que bebe, que come, que viaja, que mueve el motor de la economía… Bla bla bla. Pero en verdad hay mucho más. Porque… qué tiene que ver la lucha de Unicef en el Cuerno de África con las flores de Holanda; la pesca del sargo con la arquitectura hecha de tierra; la comunicación entre los árboles con los tambores de Calanda. Nada, es cierto. Y ahora es cuando vuelvo al principio de este relato, unas líneas más arriba: También está aquello que fuimos en otro tiempo… Sí. Aquello que fuimos… es importante.

Web Oficial expo Aichi 2005
Web Oficial expo Aichi 2005

De Calanda a Japón hay mucha distancia… distancia física, pero también psicológica.

En 2005, los tambores de Calanda viajaron a la Exposición Universal de Aichi, en Japón. Una pequeña representación de aquello que durante décadas habíamos sido cruzó toda esa distancia física para interpretar nuestra propia latitud. Es hermoso imaginar que la psicología de todo un pueblo puede viajar en una maleta. Siempre he creído que un territorio se debe a su historia, porque nuestro presente suele ser demasiado mediocre como para conseguir crear una identidad nueva y relevante; por eso es tan importante cuidar lo que de bueno has sido, y no creer que necesitas una maleta grande para el viaje, sino permeable, para poder ir enriqueciendo tu propio mensaje. Aquella pequeña expedición generó montones de anécdotas propias de la curiosidad, de los matices chocando con los matices y de la consiguiente idiosincrasia de cada pueblo. Algunas de aquellas anécdotas son dignas de las mejores carcajadas, y es un lujo escucharlas por boca de los protagonistas; pero creo que deben formar parte de ese espacio cotidiano que permite desubicarlas del fondo para así alcanzar su verdadero peso. Bombos por ensaimadas en el aeropuerto; jotas en las colas de espera; la ropa dentro de los tambores para traer más cosas… Sí, las anécdotas. Tan latentes como la vida misma. Pero a mí también me gusta mirar dentro de la piel, y todos conocemos lo dura que puede llegar a ser la que cubre nuestras tradiciones. Y para eso voy a rizar el rizo y contaros una pequeña historia.

A finales de los noventa, el fotógrafo Jeff Grandy trabajaba en la Ansel Adams Gallery del Parque Nacional de Yosemite, en California. En medio de la exposición, una pareja interesada en una de sus maravillosas fotos se le acercó para preguntarle por el tiempo que había utilizado para conseguirla. La respuesta de Jeff fue precedida de una sonrisa escueta, de esas que no quieren pasar de la comisura: once años. ¡Vaya! Es lógico que aquella pareja se quedara sin saber qué decir. Once años para hacer una foto. Cualquiera podría decir: mentira, está exagerando. Y posiblemente no tardase ni dos horas para montar trípode, medir luz, etc. Pero, sin embargo, Jeff tenía claro que detrás de las anécdotas había montones de años de ensayos, de expectativas, de práctica y empape; de convivencia, de ilusión, de refutar los mitos y apretar los dientes; de emocionarse o de dar un paso atrás… Once años situándose en su propia latitud. Igual que cualquier argamasa con criterio.

Yosemite National Park (California USA)
Yosemite National Park (California USA)

Y ahora me pregunto yo. ¿Es posible cruzar el mundo y no dejar de ser? ¿Es posible compartir el fondo sin destruir la forma? ¿Es factible representar el tiempo más allá de clases? ¿Es posible que una foto dure once años, una palillera un siglo, y varias generaciones una ilusión? Está claro que sí.

De Calanda a Japón hay muchos kilómetros, tantos como diferencias. Pero qué hermosas redoblan cuando se cree en ellas.

José Antonio Gargallo
2018

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