Analizar la controvertida personalidad de Tomás Gascón es un asunto que no requiere ninguna simplificación. El artesano del tambor heredó de su padre, Juan José Gascón, toda la maestría en la fabricación de los instrumentos de percusión. El Padre Mindán, en su memorable trabajo para el libro El sueño de los tambores (2005), describe al padre de Tomás, Juan José Gascón Trallero, junto a Pascual Labarías Lahoz, el Juanete y Antonico Herrero, el confitero, como los mejores percusionistas en la primera mitad del siglo XX.
Tomás Gascón fabricó miles de tambores y bombos, que los fue vendiendo a medida que los iba construyendo. Empezó a trabajar desde muy niño en la pequeña casa de la calle Santa Águeda, y cuando la vivienda y el corral que tenía enfrente quedaron desbordados por la cantidad de material almacenado, se trasladaron a vivir a la calle San Miguel, en la confluencia con la plaza de España. Allí en la planta baja regentó un bar, con su mujer Josefina, al que le pusieron el nombre de Bar Olimpia.

Gascón fue un artesano de época. Innovador, pasó de la fabricación de instrumentos de piel a los de plástico, adaptándose muy bien a las peticiones de la clientela. Su vivienda era todo: taller, almacén, exposición y venta de tambores y bombos. En la planta baja había infinidad de pieles apiladas de corderos y cabritos que él mismo curtía, con una mezcla de cal y ceniza, que le servían para los parches de los instrumentos. En cada rellano de las escaleras había bombos de todas las clases. En las habitaciones era necesario apartar parches, aros y rollos de cuerdas para pasar de un lugar a otro. Y en el granero colgando de los maderos descansaban decenas de tambores. El taller, en el que trabajaba muchas horas al día, era el de un auténtico alquimista del sonido. Un lugar nada sofisticado, con una maquinaria rudimentaria, acompañada de piezas construidas por él mismo, rodeado de clavijas, tornillos, taladros, bordoneras, cajas y palillos.
Parecía imposible que de aquel taller tan destartalado pudieran salir instrumentos de una sonoridad inigualable. Tomás estaba poseído de un arte especial que le hacía ser un prestigioso artesano. Cuando vendía un tambor antes de entregárselo al cliente, le daba un pequeño redoble con los palillos, y aprobando su afinamiento decía siempre, “esto es el diálogo de la música que sale del tambor”.
La fama de Tomás Gascón fue creciendo a medida que iba fabricando tambores y bombos. Pronto la clientela saltó del Bajo Aragón a otros territorios, siendo las cofradías de Zaragoza las que buscaron para sus bandas los mejores tambores de Gascón. Los pedidos venían de todos sitios, 50 timbales para una cofradía de León, 40 para otra cofradía de Madrid, otros cuarenta para una banda de Zamora y para los sitios que ya empezaban a tocar el tambor como Teruel, Calatayud, Barbastro, Fuentes de Ebro y otras poblaciones de Aragón. Muchos penitentes de cofradías de España preferían tocar en las procesiones con instrumentos de percusión que llevaran la firma de Gascón.

En la década de los setenta, el artesano construyó un bombo más voluminoso de lo normal que le puso de nombre Urtain, como el boxeador vasco de la época, porque requería tocarlo con mucha energía. Este bombo lo dejaba a la puerta de su establecimiento con la maza colgando para que lo tocaran cuantas personas quisieran. También del mismo taller salieron los celebres maradonas, todo un invento en la fabricación de tambores de plástico, que mejoraban la sonoridad y resistían muy bien los cambios climatológicos sin perder su afinamiento con la lluvia.
Gascón era también un vendedor nato, muy hábil en las operaciones mercantiles. Aprovechaba cualquier evento de concursos o concentraciones, en el que participaban gentes variadas, para personarse de improviso en esos sitios con la furgoneta llena de tambores que enseñaba y vendía en un santiamén.
Presumía, con razón, de tener una estrecha amistad con su amigo Luis Buñuel. Cada vez que el director llegaba a Calanda, tanto en Semana Santa, como en el resto del año, al pasar por el Bar Olimpia entraba a saludarle. La amistad fue creciendo hasta el punto de que el director de cine le mandó desde México el libro de sus memorias Mi último suspiro, publicado en 1982, dedicándoselo de su puño y letra. Tomás Gascón siempre comentaba como Buñuel le pidió que le fabricara un tambor de piel, como a él le gustaba y que lo guardara en su casa para cuando él volviera por el pueblo.
En el año 1969 Buñuel está buscando exteriores para rodar la película Tristana. Un grupo de amigos del director de cine contactó con Tomás Gascón para que una cuadrilla de tamborileros acudiera al castillo de Manzanares el Real, donde iba a tener lugar una cena homenaje al famoso cineasta. En los postres hicieron entrada los tambores y bombos y según contaron los presentes Buñuel quedó desconcertado, confuso, pero muy emocionado.
El artesano era conocido en todo el Bajo Aragón. Al ser un personaje tan peculiar los periodistas que llegaban a Calanda le entrevistaban para que contara anécdotas y conversaciones que tenía con Buñuel. Gascón en cuanto veía un micrófono sacaba a relucir su verborrea y no paraba de hablar narrando intimidades con el director de cine. Antón Castro, el periodista del Heraldo, que estuvo varias veces en su casa, le extrañaba que cada diez o doce palabras, como si le diera tiempo para pensar, las acompañaba con la muletilla “relativamente”.
Tomás Gascón cultivó la amistad con personas de todo el arco político. Desde Gobernadores Civiles, en el franquismo, hasta Presidentes y Consejeros de la Diputación General de Aragón, en la democracia. En un archivo que guardaba como oro en paño, Tomás conservaba fotografías con Fernando Rey, Paco Rabal, José Antonio Labordeta, Rafael Alberti, Luis Carandel y Paco Ibáñez, que lo llevó de acompañante con el tambor a varios conciertos que dio por diversos lugares del país. Hasta tenía una fotografía con el Cardenal Tarancón.
Gascón inventaba frases que servían, muy bien, para rematar los titulares de las entrevistas que le hacían para periódicos y revistas. “El mundo sabe, –decía sin el menor asomo de humildad– que el sonido de mis tambores no es capaz de sacarlo nadie y transformo las resonancias de un instrumento que yo no haya hecho”.
Texto extraído del libro: «Cofradía de Jesús Nazareno, 50 años de historia»
