Entre la octava y la novena, o puede que entre la séptima… no sé. Lo que tengo claro es que siempre está oscuro, con esa solitaria oscuridad que sólo siento en el calvario, de noche, entre cientos de sombras tocando. Es así, es ahí; en ese punto y en ese instante donde siempre me lo pregunto: qué hago aquí. Sí. Con lo bien que estaría en casa o en el bar (aunque cada día haya menos bares). Y entonces pienso en esa frase de Mud, la película de Jeff Nichols: No te fíes del amor, si no tienes cuidado te destruirá. Jodida neurosis colectiva. En fin. Puede que sea entre la novena y la décima, no sé, puede. El caso es que ahí estoy yo, con mi rítmico aleteo de brazos que más bien parece el pollo sin cabeza de todos los lugares comunes, dispuesto a formar parte del compás católico y de esa marea ingrávida del sentimiento, como uno más, tanteando la oscuridad del resto y disimulando la mía propia. No es fácil de saber por qué estoy ahí, la verdad es que no. Por qué me dejo arrastrar y por qué la tradición no muere, al menos conmigo. Sí, sí, puedes incluso remontarte y hacer pedagogía, terminarte con la idea del discurso especial de esta tradición, de lo etérea que es esta cobertura de chocolate que nos presenta al mundo y lo intenso de su sabor… Sí, todo lo que quieras, pero ahí estoy yo, entre peldaños simulados de tierra compactada. Suena incluso gracioso, dicho así. Después, es cierto que poco a poco voy saliendo de esa oscuridad, y la gente, al parar de tocar, habla y sonríe entre el polvo que genera la serpiente, y que se hace más envoltorio que abrigo conforme lo empuja la luz. Y es entonces cuando sucede. Es en ese instante cuando me doy cuenta. Cruzo bajo un tramo con farolas y lo veo al mirar hacia mi tambor. Es una sorpresa, una asquerosa sorpresa: voy perdido de sangre. Las manos, el parche, las mangas de la túnica, los palillos. Pequeñas gotas de sangre que para nada son mías, mi pasión no va más allá de mis arterias. Miro a mi alrededor y nadie se ha dado cuenta, imagino que no debería ser el único afectado; nadie mira a su tambor o al que tiene al lado con sorpresa, nadie parece haberse manchado como yo. Me cabreo. Pienso que tengo razón al poder cabrearme. Así que, mientras camino con todos, me llevo la mano derecha a la boca y chupo varias gotas. En principio no hay nada de especial en su sabor, podría ser de cualquiera con sangre en las venas; lo que sí percibo, y ese matiz llega al final, es que es sangre de bombo. Sí, tiene un sabor especial, no sé, a lo mejor me he pasado, no tiene un sabor especial, digamos que particular, eso es, sí, particular. Así que levanto la cabeza. En ese tramo la serpiente se ha estrechado y sólo vamos tambores huérfanos de compas. Intento mirar más allá, entre el morado y el negro que nos precede, que nos iguala… y sí, diviso, unos metros delante de mí, a una mano en alto esperando el siguiente pulso. No sé si es idiota/o pues el tercerol me impide concretar el género, pero está claro que lleva la mano, más allá de los nudillos, desecha de tanto roce contra la piel. Menudo papanganas. Me ha puesto perdido con su sangre. Seguro que no le importa y ha estado tocando como si se acabara el mundo, como si no hubiera nada más importante que marcar a la serpiente, como si todos compartiéramos las mismas respuestas, como si su misión fuera brillar entre el resto, con el resto…

Lo cierto es que la sangre tardará poco en secar, puede que incluso antes de llegar arriba. Así que sonrío: No sé si es la séptima o la novena, pero la oración está a punto de terminar. La gente se prepara y veo, entre el morado y el negro, al bombo, que en ese momento ha sido el primero en arrancar a tocar. Sí, lo he visto. Intuyo la sensación que ahora le invade, el pulso que le recorre el cuerpo y que le repite el ritmo de la serpiente para que lo escupa todo, fuera, fuera de sus arterias y fuera de su corazón, como si ya nunca hubiera un mañana… Y es entonces cuando mi sonrisa se hace risa, yo también me sumo al pulso de esta serpiente enferma que no sabe de respuestas, que sólo se fía del amor, sin importarle que un día pueda destruirle.
José Antonio Gargallo Gascón